Releyendo la obra del filósofo y jurista alemán Gunther Jakobs, nos conseguimos con su explicación sobre el principio de la confianza debida que rige la conducta de toda persona que vive en sociedad, según los efectos que deriven del comportamiento esperado por su rol, afirmando:
“El principio de confianza, significa que se autoriza o se acepte que la persona confíe en el comportamiento correcto de los otros dentro del desarrollo de una actividad riesgosa socialmente aceptada, que se ejecuta de una forma colectiva u organizada.”
No obstante, esa expectativa inspirada por el principio de confianza no garantiza el potencial desenlace negativo que otorga la libertad de acción que concede el Estado de Derecho a los ciudadanos, pues la consecuencia que resulta de una conducta dañosa será la obligación del sujeto activo de responder ante el daño causado a otra persona o sujeto pasivo. Ha sido esa la forma como el derecho objetivo ha procurado ponderar las libertades y responsabilidades civiles y penales a través del ordenamiento jurídico. La psicología social por su parte aprecia el referido principio de confianza como la creencia en que una persona o grupo será capaz y deseará actuar de manera adecuada ante una determinada situación y pensamientos, estimándola como una hipótesis sobre la conducta futura del otro.
Parece ser el tema que ocupa la dicotomía que ha generado para los ciudadanos del mundo su decisión de desconocer o menospreciar la gravedad de la pandemia del Covid19, haciendo prevalecer en algunas personas el derecho personal de actuar en absoluta libertad de pensamiento y acción y resistiéndose a cumplir las medidas sanitarias básicas, porque “… deben trabajar para comer… para vivir…”, en contraposición de quienes han resuelto ceder ante las regulaciones, arriesgando el futuro económico y su subsistencia, viéndose sometidos a las restricciones impuestas a su libre albedrío; más allá del dilema a escala mundial que producto de la misma causa ha conducido a la “tragedia” de sacrificar las vidas de un determinado, o probablemente, indeterminado número de personas en todo el orbe, que algunos sectores radicales han considerado como una forma de garantizar la sostenibilidad de la economía, que colocan en la palestra global temas no sólo éticos sino jurídicos.
Aunque en principio podría decirse que el libre ejercicio de sus derechos individuales ha sido una conquista irrenunciable del ser humano, que ésta implique la libertad de de cada persona para decidir arriesgar su salud y su vida, absteniéndose de cuidarse para evitar su contagio aun a riesgo de contagiar a otras, no obstante las cuantiosas explicaciones científicas y el fundamento de múltiples estudios realizados en todos los continentes, sobre el efecto propagatorio que tiene el virus a través del contacto social; resulta legítimo considerar la indiscutible incidencia que tiene en la propagación del virus, esa individual libertad de la persona de no cuidarse, por los efectos que potencialmente puede acarrear en otros tal decisión y el efecto multiplicador de sus consecuencias impredecibles sobre los demás eslabones de lo que hoy parece una cadena humana de contagios.
En efecto, una persona que no quiera cuidarse alegando que no le importa contagiarse, aunque pudiera hacer prevalecer ese individual derecho, con su decisión termina atentando contra los derechos de su prójimo a no padecer una enfermedad que pudiera provocar una consecuencia tan definitiva como la muerte. Y es qué, si se tratase de que el virus quedara encerrado en su organismo afectándolo sólo a quien decide no cuidarse, interrumpiendo la propagación del mal, no vemos problema alguno respecto al ejercicio de tal libertad, pero la realidad es contraria dado que actuar en contra de su propia salud constituye una acción temeraria que también redunda negativamente en su entorno.
Los gobiernos en su mayoría han optado por regular sanitariamente la pandemia, aún cuando hayan tenido que acudir a normativas prácticamente inéditas y a su imposición bajo métodos que bordean los límites permitidos para ponderar entre los derechos humanos individuales y los colectivos, aunque consideramos que lo han hecho ceñidos a las recomendaciones científicas más cónsonas con el propósito de evitar las nefastas consecuencias que el virus ha provocado en varios países.
De allí surge nuestra interrogante, ¿es el hombre amigo o enemigo de sí mismo? Volviendo sobre nuestro comentario inicial, las personas que han asumido la negación de la pandemia o sindemia provocada por el Covid19, refiriéndonos a aquellas que según Paul O’Shea rechazan aceptar una realidad empíricamente verificable, parecen haber optado por traicionar la confianza de las demás personas, pues están haciendo lo contrario a lo que los éstas esperan en torno al respeto de su salud y su vida; al punto que pudiera afirmarse, que actúan deliberadamente con evidente egoísmo y rompiendo el compromiso que los vincula al vivir en sociedad con sus semejantes.
Sin duda, la actuación de cada uno de los miembros de la sociedad requiere del racional y responsable comportamiento de los demás sujetos de derecho, cuando producto de las circunstancias, su actuación marca y determina consecuencias sobre nuestros derechos personales. Es por ello qué sobre la realidad actual y la dicotomía que mueve a los ciudadanos del mundo sobre como reaccionar frente a las comprobadas causas de propagación del COVID19 y las medidas sanitarias para el control de la pandemia sugeridas por la OMS, nos atrevemos a hacer nuestras las palabras de Jakobs, cuando expresa:
“… la afirmación tradicional de que los seres humanos se vinculan entre sí en cuanto personas a través del Derecho, corresponde a una “cómoda ilusión”, cómoda en cuanto se abstiene de comprobar, cuándo dichas relaciones son jurídicas o ajurídicas, e ilusorias en cuanto a que “si un esquema normativo, por muy justificado que esté, no dirige las conductas de las personas, carece de realidad social (…) si ya no existe la expectativa seria que tiene efectos permanentes de dirección de la conducta, de un comportamiento personal –determinado por derechos y deberes–, la persona degenera hasta convertirse en un mero postulado, y en su lugar aparece el individuo interpretado cognitivamente…”
Se trata entonces, de esa interpretación que transforma al individuo en un sujeto peligroso, es decir, en un potencial enemigo de sus congéneres. Ante tal desafortunada conducta y las perjudiciales consecuencias que provocan en otros a quienes pueden catalogarse como víctimas de esa flagrante traición a su confianza, corresponde a los Estados intervenir para garantizar, a esa mayoría que ha depositado la confianza en el imperio de la Ley, la protección de la confianza legítima que todo Estado de Derecho debe proteger sin dilación, pues el Estado y la Ley, deben cumplir su rol como amigos de todos los ciudadanos sin distinción, como imperativo categórico de su existencia y del deber ser!
Ángel Rosendo Delgado Medina
Pescara, diciembre 2020